Jordan tira la toalla al frente de los Hornets

Con esta famosa frase, Michael Jordan, para muchos el mejor jugador de baloncesto de todos los tiempos, resume su carrera en la cancha: caerse, levantarse, enjugarse las lágrimas y, finalmente, a base de tesón, levantarse para triunfar.

En la oficina, sin embargo, la historia ha sido un poco diferente. Porque Jordan, el 6-0 en las Finales, el cinco veces MVP, el hombre que cambió el baloncesto, impulsó como nunca el negocio de la NBA y vendió más zapatillas que nadie -entre otras tantas cosas-, decidió tirar la toalla como propietario de los Hornets. Tras continuos altibajos, de decisiones polémicas y desacertadas, Jordan tiró la toalla. Tiró la toalla y dijo basta.

Al fin y al cabo, haber sido el mejor en la cancha no indica que se pueda ser el mejor fuera de ella. Hay casos de éxito en la gestión, como el de Jerry West, creador del Showtime en los Lakers, pero también los hay para olvidar, como el de Isiah Thomas en los Knicks. En definitiva, hay un poco de todo.

Pero si hablamos de propietarios, Michael Jordan es posiblemente, sin exagerar, el peor de la historia.

Ya vimos en ‘El último baile’ las constantes críticas de MJ a Jerry Krause como mánager general de los indestructibles Chicago Bulls de finales de los 90. El tiempo le jugó una mala pasada a Su Majestad, porque el destino, como a veces ocurre, dio un giro inesperado a esta historia.

Aquellos dardos punzantes en forma de palabras son los mismos que hoy han vuelto a atormentarle.

El primer problema de Jordan fue él mismo. Es difícil decirle cosas incómodas a alguien a quien muchos consideran el Dios del baloncesto. Si vas en contra de lo que él cree, en lugar de verlo como una ayuda, como una advertencia, lo ve como una traición. Muchos no se atreven a hablar y cuando alguien tiene la osadía de plantarle cara y señalarle errores, el Rey baja el pulgar. O piensas como él o te vas. Jordan era, en los Bobcats de Charlotte, Luis XIV en Europa: “El Estado soy yo”. Y como el legendario gobernante francés de Versalles, conocido como el Rey Sol, Jordan buscaba brillar, aunque la sombra se proyectara sobre todos los demás.

El éxito no llega sin un poco de autocrítica y sin escuchar a nadie.

“Una cosa de ser famoso es la gente que te rodea. Pagas todas sus facturas, así que rara vez están en desacuerdo contigo porque quieren que pagues la factura. Quieren volar en tu jet privado y nunca estarán en desacuerdo contigo”.

Su ego no le permitía construir algo más importante que él mismo. Recordemos los cruces con sus propios jugadores, o las veces que visitaba los entrenamientos para jugar duelos uno contra uno con aquellos jóvenes cuyos sueldos pagaba después. ¿Qué sentido tiene humillar a un atleta en los entrenamientos? ¿Qué sentido tiene? Jordan fue primero respetado y luego temido.

Por supuesto, estamos hablando de un genio que fue Midas y lo seguirá siendo: con sus manos, todo lo que tocó y toca es oro. Pero una cosa es hacer y otra dejar hacer: cuando se trata de bajar líneas y directrices, las cosas nunca han sido tan sencillas y claras. No basta con gritar o enfadarse. No basta con despotricar y ofender. Ser líder es construir consenso. Como escribió el danés Hans Christian Andersen en el siglo XIX, la leyenda que se cuenta en “El traje del emperador” le ocurrió a Jordania, bastó que una persona reconociera que el “Rey estaba desnudo” para que se corriera la voz y se expusiera al mundo.

“Comprar los Bobcats fue el objetivo culminante de mi carrera: ser dueño de una franquicia de la NBA”, dijo Jordan en 2010 en un comunicado, cuando pasó de propietario minoritario en 2006 a propietario mayoritario. “Estoy feliz por la oportunidad de lograr un equipo ganador en mi estado natal, Carolina del Norte”.

Tres directores generales acompañaron a Jordan en los Bobcats convertidos en Hornets desde su llegada. Rod Higgins primero (2007-2011), Rick Cho segundo (2011-2018) y Mitch Kupchak tercero y último (2018-presente). Jordan ha sido el hazmerreír de la NBA por sus decisiones, encarnadas en los distintos front office managers. Cuando aún era presidente de los Wizards, drafteó a Kwame Brown con el número 1 en 2001 y fue el fiasco que todos conocemos. Luego, ya con los Bobcats, en 2006 drafteó a Adam Morrison tercero por encima de jugadores como Brandon Roy y Rudy Gay. O en 2011, cuando seleccionó a Bismack Biyombo con el séptimo pick por encima de Kawhi Leonard, Klay Thompson y Jimmy Butler. Y en 2012, cuando seleccionó a Michael Kidd-Gilchrist con el número 2 por encima de Bradley Beal (3º) y Damian Lillard (6º). Podría seguir con muchos más y la lista de picks difíciles de tragar sería enorme.

Ah, se me olvidaba: eligen en 2018 a Shai Gilgeous-Alexander y lo traspasan esa misma noche a los Clippers por Mikal Bridges. Cambiando de tema.

Se fueron en primera ronda: barridos por los Heat en 2014 y cayeron en siete partidos, también ante Miami, en 2016.

Jordan demostró, con su decisión de dejar la franquicia como propietario, su lado más terrenal desde que levantó el trofeo Larry O’Brien en 1998 con los Bulls. Desde entonces hasta hoy, nadie ha cuestionado nada de sus actos. Hablar de Jordan siempre fue referirse a una divinidad en la cancha. No es para menos: se lo ganó por ser, con diferencia, el jugador más brillante de la era moderna.

Genio por dentro, fiasco por fuera, su legado al baloncesto no cambiará en absoluto. Las cosas no siempre salen como uno espera, ni siquiera para el mejor jugador de todos los tiempos.

Al fin y al cabo, todos somos seres humanos, con defectos y virtudes.

Caerse, levantarse, secarse las lágrimas y volver a levantarse. Así es la vida para todos.

Incluido, por supuesto, Michael Jordan.