Ensayo sobre el regreso según Al Horford

Al Horford recibe el balón y ataca el aro con la amenaza latente de Giannis Antetokounmpo. Da un paso, dos, y vuela para provocar un grito que se extiende desde Puerto Plata al mundo.

El griego, el deportista más importante del planeta, queda desparramado en el suelo. Es un golpe en la mandíbula que descoloca a los que juegan, a los que miran, y que anticipa el noqueo de lo que vendrá después.

Es, sin duda, una jugada memorable, un salto sacado de los manuales de otra época, pero al mismo tiempo es una acción que conlleva una evidente carga simbólica: es el mundo que se va diciéndole al mundo de hoy que aún tiene cosas que decir. El pasado aferrándose al presente para seguir siendo, el futuro detenido por un arrebato de pasión.

Horford dibuja sin saberlo un túnel en el tiempo que nos transporta: ¿quién dijo que todo está perdido?

Para volver a algún lugar. A resurgir. Volver al lugar donde fuimos felices al menos por un tiempo. Una chispa de energía en la que confluyen lo viejo y lo nuevo, los jugadores que fueron y ya no son, los que fueron antes y ya no son. Horford entrega, pues, mucho más que un inesperado salto acrobático; es un billete de oro al país de las últimas cosas. A un instante que parecía extinguirse, a un baloncesto que se echa de menos cada día pero que, sin embargo, está ahí, a una sola jugada de distancia, para abrazarlo y volver a sentirlo al máximo.

Esta es la historia de una remontada mágica. Del Fénix que resurge de las cenizas para volver a dominar el escenario. De un talento abandonado por la mayoría a una pieza fundamental en las Semifinales de Conferencia. El cofre que se abre para devolver el objeto que nos hizo vivir como nunca. El príncipe perdido que llama a la puerta para reunirse con su amada. Aquí estoy de nuevo, estas son mis reglas y así es como se jugará esta noche. La enseñanza, la lección, queda entonces al descubierto: nunca dejes que nadie te diga lo que puedes o no puedes hacer. No dejes que nadie se atreva a decirte si eres o no capaz de hacer algo en esta tierra.

Horford es mucho más que sus 30 puntos y ocho rebotes en la victoria de los Celtics en los playoffs. Es el símbolo de una idea que impulsa la acción. El ejemplo perfecto de que las cosas no se acaban hasta que se acaban. Que mientras haya tiempo en el reloj siempre habrá oportunidades de dar un giro a la historia. El baloncesto, en esto, se distancia de cualquier deporte.

“No entendí bien lo que dijo, pero la forma en que me miró no me gustó. Y eso me puso en marcha”, dijo Horford sobre el mate de Giannis que provocó una falta técnica y devolvió a Boston al partido. La acción que desencadena la reacción. El volcán apagado y la combustión que despierta la erupción. La acción provocadora de Antetokounmpo ayer, el olvido de Sam Presti ante los Oklahoma City Thunder hace tiempo. Sólo hace falta una motivación para reavivar la llama.

Horford, buque insignia de un baloncesto analógico que transita por el epílogo, avanza contra todo y contra todos. Representante de una época que lucha a diario contra el desapego, la impaciencia y las relaciones líquidas, su regreso es mucho más que una reaparición: sólo envejecen los que tiran la toalla demasiado pronto.

Caer es el primer paso para levantarse. No tan rápido, queridos amigos.

Todavía no he oído la campana.